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28/09/2012
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Estoril, los años dorados - Por Luis María Anson, de la Real Academia Española
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Estoril, los años dorados

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española
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LUIS MARÍA ANSON | Publicado el 28/09/2012 |  Ver el número en PDF


No se trata de una crónica histórica del corazón. Ni de un cotilleo de patio de vecindad. Ni del vuelo intrascendente sobre la frivolidad cortesana. Ricardo Mateos ha sabido penetrar en el trasfondo político de aquel Estoril que concentró a reyes exiliados, a príncipes sin corona, a políticos de alta alcurnia, a exiliados de muy vario copete.

La neutralidad portuguesa durante la II Guerra Mundial y la posición del dictador Salazar favorable a los aliados en contraste con el dictador Franco, germanófilo acérrimo, convirtió a Lisboa en centro del espionaje internacional y en refugio de los que huían de las atrocidades de la contienda y de los que aspiraban a regresar. Concluida la conflagración, muchos de ellos se quedaron. Estoril y su entorno fue el lugar elegido. Empezaron así a desgranarse los años dorados. El Rey de derecho de España, Juan III de Borbón, se instaló allí en 1946 con la esperanza de convertirse en Rey de hecho en poco tiempo, acosado como estaba Franco por los vencedores de la Guerra Mundial en la que el dictador español había participado junto a Hitler enviando al frente oriental una división de su Ejército. A Don Juan le recibió en el aeropuerto de Lisboa Nicolás Franco, hermano del dictador y embajador de España. Le ofreció para trasladarle a Estoril un automóvil de postín. “Pero, embajador -dijo Don Juan- este es tu coche, ¿no?” “No -respondió el embajador-. Este es el automóvil que el Gobierno español pone a disposición de Vuestra Majestad”. Don Juan se volvió hacia su secretario y le dijo: “Ramón, pídeme un taxi”. Y en un taxi se trasladó por la carretera que enlaza el aeropuerto con Estoril.

Ricardo Mateos ha sabido reflejar sobre la frivolidad de los actos, las bodas, las fiestas, los banquetes y las conmemoraciones, la tensión política en la que vivían los pretendientes al trono de España, Francia, Italia, Rumanía, Bulgaria y tantos otros que consumían sus trabajos y sus días entre la esperanza y la desesperación. Gracias a la lucidez, a la sagacidad, al patriotismo y al espíritu de abnegación de su padre, el gran vencedor de aquel enjambre de pasiones desatadas en el Estoril de los años dorados, fue Juan Carlos de Borbón que se convirtió en Rey de España y desde hace cerca de cuatro décadas encarna la Monarquía que siempre defendió su padre contra la dictadura y que se ha convertido en un símbolo de libertad, de democracia y de prosperidad en todo el mundo. Don Juan Carlos ha sabido cumplir con lo que Don Juan reiteró docenas de veces en sus discursos: “El papel sustancial de la Monarquía que encarno consiste en devolver la soberanía nacional al pueblo español”. Esa soberanía fue secuestrada por el Ejército vencedor de la guerra incivil en 1939. Hoy la ejerce en plenitud el pueblo español a cuyo servicio está el Rey, conforme al mandato popular que la Constitución le exige.

Estoril, los años dorados no es un libro vulgar. Se trata de un excelente relato histórico que resulta revelador en muchos aspectos. Refleja una época que se ha ido para siempre. Los protagonistas de aquel tiempo en Estoril están casi todos muertos. Durante más de veinte años viajé todos los meses desde Madrid a Estoril para despachar con Don Juan. El libro de Ricardo Mateos me ha devuelto de golpe a las viejas nostalgias, a las añoranzas de juventud, al recuerdo de aquel español excepcional que tuvo sin duda defectos pero también muchas virtudes. En él predominaron las luces sobre las sombras. Vivió con dignidad una vida de tragedia griega y hoy reposa en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial para explicar la lección amarguísima del destierro y la injusticia a los Monarcas que escribieron la Historia de España. Sobre el sarcófago de Don Juan, entre los de Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia, figura esta inscripción por decisión de su hijo: “Ioannes III, Comes Barcinonae”.

Si Franco levantara la piedra que le sepulta en el Valle de los Caídos volvería a morirse de ira al ver que el hombre al que distinguió con su odio africano está enterrado en el Panteón de Reyes y honrado por suscripción popular con una escultura grandiosa en una de las más bellas plazas de Madrid.





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